Pintor de brocha gorda
AmbienteCom
«De tanto golpear puertas me tuve que ir», Fito Páez
Volví dos años después, la colimba, mili, o servicio militar obligatorio, es una verdadera pérdida de tiempo que te parte la vida en una edad que es la bisagra entre colegio e universidad, pero un tiempo muy importante para reflexionar sobre la vida y conocer y practicar la disciplina, el sacrificio y la supervivencia, en el caso de la Marina, al límite.
El regreso a tu ciudad resulta una rara sensación de no pertenencia, muchas cosas cambian en dos años, y la reinserción social es cruel y sectaria, mucho más cuando uno es de los llamados «hombres de una sola pieza», y así fue, se sintió y la valoración de ser libre nuevamente superaba el desprecio y la falta de oportunidades laborales.
Daniel, un gran amigo, me dijo: –Gus, quiero juntar dinero para montar un negocio de repuestos para automóviles, y me voy trabajar de pintor de brocha gorda, así que venite, así también tenés algún laburo donde no tengas que pedir permiso a nadie…
Acepté, así que el guapo joven de 21 años otrora rugbier, disk jockey y de cafecitos en Augustus los sábados por la mañana, se paseaba con la cabeza alta por la peatonal Córdoba con su mameluco, tachos de pintura y escalera al hombro ante la atónita mirada de la burguesía rosarina.
Nunca gané hasta esos días tanto dinero acompañando a mi amigo Daniel como pintores de brocha gorda, toda una pincelada de dignidad y superación frente a un sistema que por aquellos años seleccionaba a dedo a su conveniencia.
Duró poco, insistí en encontrar trabajo de mi profesión en mi Rosario natal, pero no resultó, y como dice la canción: «de tanto golpear puertas, me tuve que ir… «. Como tantos otros que se aventuraron y triunfaron lejos del nido.